Psychologist Papers is a scientific-professional journal, whose purpose is to publish reviews, meta-analyzes, solutions, discoveries, guides, experiences and useful methods to address problems and issues arising in professional practice in any area of the Psychology. It is also provided as a forum for contrasting opinions and encouraging debate on controversial approaches or issues.
Papeles del Psicólogo, 1994. Vol. (60).
Francisco Secadas.
Confieso que al conocer la tragedia no pude reprimir en mi interior un gemido doloroso musitado en el verso de Miguel Hernández: ¡Compañero del alma, compañero!. Alguien dijo que por el habla buscamos ser consolados y aliviar el corazón fatigado de pesadumbres. Quizás sea así, pero en mi caso he intentado en vano entender lo que me pasa, antes de saber qué voy a decir, y veo desdibujados los sentimientos con las palabras, incapaz de encontrar sentido al aturdimiento, ya no sé si por haber perdido al amigo o por haber yo muerto en parte.
Si realmente, como dice Ortega y Gasset, no puede definirse la vida sin la muerte, y si en definitiva la muerte da el sentido de la vida de cada uno, sólo los que quedan nos entenderán. Quiero consolarme con el verso horaciano: "non totus moriar", no moriré del todo, sin la arrogancia del poeta que sueña con el laurel de la apoteosis, sino pensando que existimos también en los demás y pervivimos en su recuerdo. Cuando queremos explicar cómo somos, contamos nuestra historia, y en ella siempre entran otras personas a formar parte: algo de nosotros lo somos de algún modo en los demás, nos reflejamos en ellos como en espejos vivientes, latimos en el corazón de los seres queridos y nos perpetuamos en la memoria de quienes nos amaron. Es lo que se salva de las cenizas. Por lo que a mí respecta, quisiera recomponer el cristal roto de la memoria, y reflejar en los fragmentos la imagen del amigo ido, presintiendo lo mucho que echaré en falta al entrañable compañero que la Providencia puso en mi camino peregrino.
Otros contarán la historia, y no le faltarán cronistas fieles, como Heliodoro Carpintero que le tuvo siempre buena ley y gran aprecio. Yo sólo quiero hacer notar la oportunidad de que Yela recalará entre nosotros de vuelta de América en el momento oportuno, en circunstancias temporales y sociales nada claras tocante a los rumbos que habría de tomar la psicología, debatiéndose entre la psicotecnia alemana y la estadística sajona, entre el análisis de la vivencia y el conductismo rígido, entre el asociacionismo y la Gestalt; cuando se estaba consolidando un ciclo y abriendo otro, aparte que una de las psicologías había perdido la guerra. En Germain veíamos asegurada la tradición, y podíamos aventurarnos a lo desconocido. Ubeda y Yela traían aires frescos, entusiasmo investigador y bríos renovadores y, con Pinillos, Siguán y algunos más se inició una etapa abierta, gestada en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, ensayada en la Escuela de Psicología y culminada en la Universidad, cuya exuberancia nunca presentida testimonian ya las nuevas generaciones de psicólogos.
Su recuerdo durará vivo como las cosas inconclusas, como columna truncada que apunta al capitel burlado, huérfana del arquitrabe que tanto necesitaba aún la fábrica inestable de nuestra psicología. En mi caso, tenía una gran seguridad dándole a leer lo que producía, y escuchando sus críticas sagaces, certeras, con pleno dominio de cualquier materia, pero nunca descalificadoras sino benévolas, bienhumoradas, estimulantes y descubriendo méritos, a veces ocultos al propio autor. Era critero de referencia obligado. En una dedicatoria pendiente, como tantas cosas, de estampar en el último libro sobre el método de enseñanza de la escritura, llamaba a Yela conciencia de la psicología española, el Pepito Grillo de los psicólogos, al menos de los que, como en mi caso, contrastaban sus ideas y argumentos con la piedra de toque del mentor. Yela no llegó a saberlo todo porque lo entretuvimos con nuestras cosas. Generoso de su tiempo, leía los trabajos de todos los psicólogos, a todos escuchaba, nos conocía como nadie, y mejor que ninguno descubría nuestros flacos y debilidades. Sin embargo, estaba siempre dispuesto a aprender de todos, y a reconocerlo sin desdoro. Supo cuidar "el espíritu de discrepancia en concordia", en frase suya, y a nadie he visto practicar de tan suave y ejemplar manera la máxima ciceroniana: "amicos privatim admone, lauda palam", aconseja a los amigos en privado, elógialos en público. Me escribía en Noviembre del 91, comentando el borrador de la "Escala Observacional del Desarrollo": "Enhorabuena y gracias por los buenos ratos que he pasado leyéndolo, meditando y aprendiendo de él. Y gracias, sobre todo, por haberme permitido gozar de nuestra vieja y entrañable amistad". En esta inteligente modestia, del sabio que se reconoce aprendiz, encuentro la esencia más sutil y delicada de Mariano Yela.
Ha quedado pendiente de discusión -¿para cuándo, Mariano?- un concepto de inteligencia práctica, derivado de mi teoría del juego, que le intrigaba no poco, entendido como proceso de supresión que sigue a los aprendizajes complejos en forma desatendida y placentera, hasta convertirlos en habilidades y automatismos. Toda inteligencia sería práctica, a la vez que cognitiva, en el sentido de que lo desatendido se deposita en alguna parte, como habilidad a la mano para nuevas operaciones y, por tanto, incrementando la capacidad misma. No es nueva del todo la idea, designada por algunos como inteligencia B, ni carece de base experimental, como en las experiencias de Miller en que la capacidad de atención y de memoria se amplía mediante artificios dispersores de la información, como al representarse una serie de puntos en dos dimensiones en lugar de en una sola, o al recordar una serie de notas musicales no directamente como tonos de una escala sino proyectadas sobre el pentagrama o imaginándolas en el teclado del piano. De modo semejante, el método potenciaría la memoria, e igual efecto tendrían sobre la capacidad los procedimientos para llevarlo a cabo. Inclusive, una mesa aumentaría nuestra capacidad al dispersar los materiales. Esta función delegada explicaría la actividad incubadora en la creatividad, y que, en definitiva, cualquier competencia adquirida nos haga, de hecho, más inteligentes. Ahora se me entenderá si digo que parte de lo que yo sé lo sabía en Yela, en su matizada crítica, en la conversación cuajada de anécdotas, en sus síntesis afortunadas, en la aportación de ideas y casos congruentes o contrarios a la hipótesis. Y se comprenderá que, como a vosotros, Yela me falte.
No puede decirse que haya imitado en nada a Mariano, por mucho que le admire; entre otras razones, por la muy simple de que era inimitable e inclasificable, atopótatos como Sócrates. Muchas cosas, sin embargo, he aprendido de él, y no es la menos asombrosa un entusiasmo envidiablemente juvenil, siempre dispuesto a aprender de todo el mundo. Como él mismo dice de Ubeda, "joven de ánimo y viejo de experiencia". Aprender a aprender, a nunca estar de vuelta de las cosas sino siempre de ida, abierto a la sorpresa y al eros, en todos los órdenes de la existencia. Su actitud me recordaba el humanismo de los renacentistas, que de paso que cultivaban el latín y el griego de los clásicos, aprendían de ellos a fraguar su propio idioma, a pensar y decir la cultura actual con el mejor estilo. Y algo de esta lozanía le debe nuestra psicología a Yela.
Admiré su lealtad a la vocación como sentido y norte de la vida. Mariano expresa en numerosas ocasiones honda devoción por sus maestros y, entre ellos, de modo singular por Puig Adam, quien a su turno la tuvo por su alumno predilecto. Y nos contaba entre amigos Emilia, la hija de Puig Adam, cómo recién terminado el Bachillerato, Mariano fue a visitar al catedrático en consulta vocacional, y se pasaron la noche en vela, el profesor intentando convencerle de su capacidad excepcional para las ciencias, y el alumno profesando su vocación por la filosofía. De la cual, felizmente para muchos, derivó hacia la ciencia psicológica, siguiendo un rumbo natural en la búsqueda del hombre, que fue su gran motivo. Recuerdo lo mucho que le chocó a D. Juan Zaragueta, de mentalidad filosófica, la idea introducida por Yela en su tesis, de que el objeto de la Psicología fuera la conducta humana. También en esto ha seguido las mutaciones de la ciencia, a juzgar por la afirmación reciente de que "la característica más radical de la inteligencia humana reside en que introduce en la evolución de la conducta de los seres vivos una nota nueva y distinta: la metaconducta. Todos los seres vivos se conducen. Sólo el ser humano puede darse cuenta personal de lo que hace. Sólo él puede, por consiguiente, volver sobre su conducta, indagarla e interpretarla"; insistiendo en "la apertura a la verdad y a la religación con el poder de la realidad, que le sostiene y le sobrepasa, y en la que creo que se fundamenta antropológicamene la religiosidad y el sentido de lo trascendente".
Aprendí de él el modo que Ortega y Gasset llama atormentado o trágico de ser cristiano, plenamente religioso, no con la religión de la estampita apenas libre de apoyos imaginativos, nivel fácil para la objeción, sino entendiendo la fe al estilo de San Pablo, como obsequio razonable, comprometiendo al hombre entero con su angustia y su esperanza, creando vías a la creencia y a la convicción, consciente del saber y de la limitación humana.
Creo que Yela ha vivido intensamente poniendo, como él dice, "más años a la vida y más vida a los años", aunque en lo primero sólo imperfectamente, como los elegidos de los dioses. Pero, a mi juicio, y sobre todo, viviendo muchas vidas, todas ellas en plenitud y, en especial, una inédita, ascendente, la del éxito o, quizá mejor, del merecimiento que le ha llevado desde la humildad a la eminencia, desde la portería de barrio a la Universidad y a la Academia. Tengo para mí, como fruto modesto de trabajos evolutivos, que la afectividad madura a compás de la inteligencia, asumiendo las fases emocionalmente colmadas y superándolas igual que hace la inteligencia con las habilidades adquiridas; y así, sin renegar del apego a la madre, se vive la compañía del otro, la camaradería, la amistad y otros amores pero no ya infantilmente. Las dos caras de la antinomia pueden descompensar el equilibrio personal, sea despojando el pensamiento de los rastros de sensibilidad que lo humanizan o, del lado contrario, cediendo al ablandamiento muelle y pastoso en perjuicio del entusiasmo creativo y de la aventura del descubrimiento.
Querer con la inteligencia. Siempre he pensado que la comprensión es el amor de la inteligencia, y que comprendiendo al prójimo, al cercano a cada uno, se formaría una red que estrecharía en un abrazo fraterno toda la humanidad. Y por eso me asombra en Yela el milagro de haber preservado una afectividad tierna e ingenua que impregnó su vida intelectual. Pero no le envidio, por lo que sospecho ha implicado de sufrimiento. Solía lamentar que, al ritmo de la civilización, el individuo se deshumanizara y se estragara la sensibilidad espontánea de la gente del pueblo. Sin duda por ello, intentó mantener sensibles las capas más primarias. Como intelectual era, ante todo, humano, porque según él "de ser inteligentes nos viene el privilegio y la pesadumbre de nuestra insaciable inquietud" Difícil me será, a mis años, suplir a alguien con quien, al primer encuentro, anudaba la conversación en un plano de intimidad fecunda, en el que uno expresa la amistad al nivel en que la siente, sin trivializar los asuntos ni resultar pedante.
Pero Yela y nosotros gozamos de una situación profesional privilegiada, no sólo por la oportunidad de cultivar tan altos valores y trasmitirlos a oídos atentos, sino porque nos ha permitido infundirlos en los demás dejando huellas vivas de nuestro paso fugaz, y porque nada entregamos que no nos sea devuelto con creces. Creyendo enseñar o, cuando mucho, educar, insuflamos vida en el educando y, en cierto modo, nos reencontramos multiplicados y enriquecidos en su espíritu. Por mucho tiempo, Yela alentará en el pensamiento y en las obras de innumerables amigos y discípulos, que lo fuimos todos.
Nuestra vida es un telar
vivir, soñar y tejer;
feliz quien, al enseñar,
consigue llegar a ser
vida de tanto telar.